Bar de Miguelito

Pese a que el negocio tuvo varias locaciones, fue en esta edificación, justo en diagonal a la estación Rubén Darío del Ferrocarril Urquiza, que se volvió una parada obligatoria de la bohemia de Hurlingham. Fuertemente identificado con el rock, El Bar de Miguelito –que en su última etapa pasó a llamarse Lo del Bocha– fue un auténtico lugar de encuentro donde se daban cita transeúntes anónimos, pasajeros del tren y músicos famosos. Sus paredes estaban tapizadas con afiches de Las Pelotas y fotografías de Alejandro Sokol, quien era uno de sus más célebres habitués.   

Miguel es un hombre de unos 60 años, canoso y peinado a la gomina. Me acerqué y con un apretón de manos mediante me presenté y le comenté que me interesaba saber sobre su trayectoria en el bar y por qué había cerrado un lugar tan convocante y simbólico de la zona. “El bar de Miguelito empezó a funcionar en los 90, pero yo con los bares venía de antes”, me dijo. Desde el año 79 hasta el 92 trabajó en un bar en el andén de la estación Hurlingham del ferrocarril San Martín como empleado. “Se trabajaba al estaño, al paso”. A él le tocaba el turno noche. Doce largas horas que empezaban a las seis de la tarde, cuando iba cayendo el sol. La gente bajaba del tren cuando volvía de trabajar y la copita en el bar era parada obligada antes de volver a sus casas. “Ese bar era el de los de la Goodyear”, cuenta, adonde iban también trabajadores de otras fábricas de la zona y algunos vendedores ambulantes.

“Siempre me gustó trabajar en comunidad. Mis trabajos anteriores me dieron el roce y el tacto que necesitaba para mirar a los clientes y saber cuál me podía hacer problemas o irse sin pagar lo que consumía”. Por comunidad Miguel hacía referencia a una clientela fija donde todos se conocían y había confianza entre ellos.

“Miguelito, un ginebro”, se escuchaba en un precario español. Era la voz de Luca Prodan, que hacía su habitual pedido mientras se acodaba a la barra. Desde que había llegado a la Argentina frecuentaba el bar de Miguel y siempre compartían unos tragos. La relación entre ellos era tal que incluso lo ayudaba a baldear o acomodar las cosas cuando estaba por cerrar. El “Bocha” Sokol era otro referente de la música con el que trabó una gran amistad. De esta manera, bandas que frecuentaban la zona de Hurlingham como Sumo y otras de ese estilo fueron forjando el gusto musical de la Comunidad.

La Comunidad empezó con alrededor de 30 personas hasta llegar a 250 el día que tuvieron que cerrar el local del andén. Cuando se derogó la Ley Federal dentro del ámbito del ferrocarril y pasó a ser municipal, el dueño del bar recibió una orden de desalojo y no pudo continuar con el negocio en la estación. Organizaron una fiesta de despedida al costado del bar con música en vivo y carne a la parrilla toda la noche. “Los vecinos llamaron a la policía por ruidos molestos y vinieron tres patrulleros. Los oficiales, en vez de dispersar a la gente, se sumaron a la fiesta”.

Miguel sabía que la Comunidad giraba en torno a su figura y que tendría su banca en caso de continuar con el emprendimiento en otro lado. Esto sumado a la experiencia y las situaciones que aprendió a manejar en el anterior bar lo impulsaron a abrir su propio negocio. Ubicado sobre la calle Jauretche y a metros de la estación Rubén Darío del tren Urquiza, en 1992, comenzó a funcionar el “Bar de Miguelito”. El nombre fue en honor al apodo que le había puesto su amigo Luca Prodan, que ya había fallecido en 1987.

Era un bar de impronta popular donde siempre sonaba punk, rock y blues. Tomando como referencia la puerta de entrada, a la derecha estaba la barra y la cocina, conservando el estilo del anterior bar. Desde allí, Miguel atendía a los clientes con la cocina a la vista. A sus espaldas tenía acomodadas en un estante las bebidas blancas que consumían. Siempre trabajó solo o, a lo sumo, con un ayudante de cocina. Del otro lado había mesas, algunas al lado de la ventana con vista a la calle. Las paredes estaban llenas de fotos, posters y regalos hechos por sus amigos músicos, muchos de ellos con dedicatorias y autógrafos.

Para forjar la relación con la gente de la Comunidad, Miguel dejaba que los clientes propusieran la banda musical que iba a escucharse un día o el menú que querían que preparara.

Organizaban comidas para el fin de semana y aportaban todos los días para armar la “vaquita”. Cuando se iban los clientes ocasionales quedaban “los de siempre”. “El bar estaba cerrado pero abierto”, se quedaban los que formaban parte de la Comunidad y jugaban a las cartas, veían los partidos por el codificado.

Muchos lo elegían por su carisma y atención. “La gente venía para cagarse de risa. Tenía tema de charla siempre y frases hechas para cada cliente”. También era muy hábil escuchando, y aprovechaba lo que le contaban unos para usarlo como sugerencias y consejos para otros. Tenía mucha inventiva y creatividad para llevar adelante las charlas.

Largas noches dedicó Miguel para mantener activa y siempre estable la Comunidad. Muchas veces ni siquiera volvía a su casa a dormir. Sin embargo, antes de irse entre todos colaboraban para limpiar y ordenar el bar. Siempre le daban una mano.

Hombre de principios e ideas claras, nunca quiso atrasarse ni siquiera un día en el pago del alquiler. “No quería tener deudas con nadie”. En 2015, la situación ya no le fue favorable y decidió cerrar las puertas del local. “Lo que me mató fue el alquiler, la necesidad y lógica de cumplir siempre con el cliente”. La Comunidad que construyó con el correr de los años se disolvió de golpe y él asegura que no existe otro lugar donde se haya creado un sistema similar. Sin embargo, algunos de los vendedores del Urquiza, que eran clientes suyos, fueron los que le hicieron un lugar en el tren para que pudiera vender.

Entrevista a Miguel realizada por Matías Randazzo para De Lirios y Hurones (2018)